miércoles, 29 de diciembre de 2010

El escondite de Holden Caulfield

J. D. Sal. perdona esta irreverencia
Holden Caulfield estaba sentado en la barra de un bar de Dickinson, Dakota del Norte. Con su mano derecha sujetaba un vaso de bourbon mientras miraba fijamente el televisor situado a un extremo de la barra. No había demasiada gente. La mayoría de los parroquianos estaban enfrascados en una discusión acerca de lo que sucedía en la pantalla. Es posible que fuera martes y más de uno había bebido demasiado. Holden llevaba unas dos semanas sin afeitarse. Le hizo una seña al camarero y éste rellenó su vaso.

Lo bueno de Dickinson era que por el momento nadie le conocía. Las grandes ciudades costeras se habían vuelto completamente inhabitables. Había demasiadas personas que conocían su historia y le amargaban la existencia parándole por la calle constantemente para hablar con él. Treinta y cinco años después seguían diciendo las mismas estupideces, parecía imposible que no hubieran olvidado el relato. Lo peor de todo era cuando los adolescentes le asaltaban para decirle lo identificados que se sentían con su actitud y gilipolleces por el estilo. No hay nada peor que soportar como la gente reacciona a tu desprecio con admiración. Es como una muerte dulce, eso me mata, supongo que a Holden también. Hace unos años, mientras pasaba una temporada en Londres para hacer algunas fotos durante el nacimiento del punk, tuvo aguantar durante toda la noche el taladro de un aprendiz de poeta underground que iba de crack hasta las cejas. En realidad largaba la misma bazofia que los empollones de la Facultad de Letras de la Universidad de Columbia. Tantos kilómetros para acabar escuchando lo mismo. Ante semejante panorama Holden se había visto obligado a huir hacia el interior del país. Las pequeñas ciudades de la América polvorienta, habitadas principalmente por paletos-protestantes-blancos, suponen un perfecto refugio de paz y tranquilidad donde perder de vista por fin a esos eruditos de inspiración europea de la costa este. Aún así, cierto es que sería una burda generalización afirmar que el interior del país está habitado únicamente por vaqueros y granjeros. En todos los pueblos y ciudades hay uno o incluso un grupo de individuos cuyo nivel cultural puede alcanzar niveles considerables, por no decir notables. Siempre son esa clase de personas (se trata sin duda de un género específico de seres humanos) los que acaban enterándose de la noticia, algunas veces tras leer el maldito libro, otras tras leer una noticia en un periódico local. Después, fíjense que los acontecimientos siempre suceden de una manera más o menos parecida, van al bar donde Holden es cliente habitual y se dedican a hacerle la vida imposible. Primero intentan entablar una amistad con Holden que éste ni desea, ni ha reclamado. Suelen actuar con tan poca discreción que todo el bar acaba enterándose de la historia. La tortura se vuelve insoportable cuando a todos les da de pronto por leer el puñetero libro. Libro del que, por otra parte, no entienden absolutamente nada. Entonces Holden tiene que sobrellevar, con la mayor dignidad posible, ser el protagonista del espectáculo poco edificante de unos borrachos analfabetos opinando acerca de su adolescencia y ofreciéndole una solidaridad que no solo no desea, sino que le repugna. La cosa suele ir haciéndose cada vez más grande. Nuevos clientes acuden al bar, le buscan periodistas de la prensa local y es raro que una radio no acabe pidiéndole una entrevista en directo. Un auténtico circo del que Holden, contra su voluntad, es la única atracción. Cuando la situación se pone tan fea Holden acaba largándose a otra ciudad donde nadie le conoce y la historia empieza de nuevo. El eterno retorno. En realidad, últimamente cuando veía al listillo de turno entrar corriendo en el bar hacia él, blandiendo el periódico o la novela de los cojones, Holden se dirigía inmediatamente a la habitación donde estaba alojado recogía sus cosas tan rápido como podía y se subía al primer tren o autobús que lo sacara de la ciudad. Con el tiempo había aprendido que es mejor huir antes de que monten la carpa. Así fue como llegó a Dickinson.

Sentado en la barra de ese antro perdido en Dakota del Norte pensó que quizás lo más inteligente hubiese sido hacer como el bueno de Seymour Glass y largarse de este mundo tras una agradable mañana de playa. Se habría ahorrado unas cuantas escenas desagradables, pero para que engañarse: le había faltado valor para obrar de manera tan consecuente. Después de todo, vivir huyendo era una penitencia lo bastante razonable para parecer justa. Era gracioso, pensó, pero con la literatura le sucedía lo mismo. Toda la puta vida atento a las novedades, comprando cientos de libros en las librerías de las muchas ciudades en las que había estado. Las vanguardias, Borroughs, los beatniks, el condenado Salinger, el Nuevo Periodismo, Kennedy Toole y ahora resulta que uno se da cuenta que desde los griegos nadie ha dicho nada nuevo. Tanto nadar para morir en la orilla.

1 comentario:

  1. Me gusta el personaje y me recuerda la vida real de alguien ... muy conocido.

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