martes, 6 de enero de 2015

Las viejas metáforas

Las viejas metáforas son las mejores porque siempre son verdaderas, decía Borges. Como si convocaran un saber que inconscientemente pertenece a todos los hombres, un saber que conforma una cultura en su acepción más pura. Imaginemos por un momento una enorme biblioteca (como las bibliotecas virtuales de los programas informáticos) de metáforas y comparaciones que pertenece a toda humanidad (o a toda una cultura, a la cultura occidental, por ejemplo) y a la que el escritor puede acudir cuando crea conveniente. El silencio podía cortarse con un cuchillo, escriben a menudo los autores de folletines. La maestría reside, seguramente, en saber cuándo y cómo emplearlas. Tal vez en su leve reformulación. De nuevo algo tan aparentemente banal como el bon goût, quizás el oído, marcando la diferencia. Borges no llegaba a los 25 años cuando publicó su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Y en el poema Calle desconocida se encuentran dos versos, a primera vista intrascendentes, que demuestran que la posteridad se puede alcanzar sin necesidad de armar ningún escándalo.


En esa hora en que la luz
tiene una finura de arena.


Su perfección se explica por la desnudez desprovista de toda pompa, pero sobre todo por la plasticidad con la que enuncian algo que es esencialmente verdad. Aparece entonces, en el pensamiento del lector, esa hora amarilla de la tarde en que todo adquiere la lentitud de las últimas voluntades. Y el lector cree casi revivirla. Podría uno preguntarse, incluso, si la representación es capaz de concitar más intensidad que la propia realidad que pretende representar. La lectura o la vida, ese viejo dilema. 

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