martes, 29 de marzo de 2011

Análisis del ciclo de vida de una pulsera

Cuando el gordito recibió la pulsera en la recepción del hotel de parte de una bella recepcionista y la observó en la palma de su mano pensó en una juventud llena de consignas contra las pulseras y su universo de sonrisas flácidas. Sin embargo, al mismo tiempo, no pudo evitar sentir algo parecido a la emoción en el centro de su vientre. Habían pasado 15 años de oficina, un par de ascensos anecdóticos, un divorcio, dos coches, algunas barbacoas con el jefe, un apartamento en primera línea de playa en Benidorm, un bar de citas a ciegas para cuarentones, cinco gimnasios, verdades como puños y un insomnio insufrible: el éxito, ni más ni menos. Un éxito con cierto aroma a renuncia. Una renuncia más por omisión, que por voluntad propia. Algunas elecciones que años antes habrían resultado sorprendentes, ahora parecían casi hasta naturales. Y así, el tiempo. Y la pulserita. Había algo en ella. Algo irresistible. Un plástico sin más que echaba abajo la puerta de la dicha sin fin, de un millar de diversiones, del PLACER DEFINITIVO, durante siete días, pero placer y definitivo, al fin y al cabo. En la pulserita cabía todo el optimismo del primer día. Significaba el combinado en todas partes: en la tumbona, en la piscina, en la habitación, en la playa, por supuesto en la barra; allí con los ojos cerrados y charlando de la vida con el barman. El gordito estaba sin duda ansioso por atravesar ese umbral. Pero nadie en su sano juicio cruza un océano para tomar mojitos en todas las posturas. Tenía que signficar algo más. Y así era. En la pulserita estaban contenidas todas las emociones: conocer a tipos chistosos, hacer el amor con turistas desconocidas, morirse de risa noche y día, no tener sueño, ni ganas de ir a dormir jamás, bailar hasta el amanecer, aunque el gordito odiara bailar. Incluso perder algunos kilos. Estaba preparado para pasar mucho tiempo en perfecta sintonía con la pulserita. Sólo con la pulserita. Y nada más.

A medida que pasaban los días había algo descorazonador en la estampa del gordito en bañador con su grotesca barriga, exactamente igual que el primer día, y la pulserita, cada día más precaria, alrededor de su muñeca. En toda expectativa habita la semilla de la insatisfacción, parafraseando a Marx. Apenas un trozo de plástico blando, pero cómo no se iba a esperar algo más. Sin embargo lo atroz estaba al otro lado. Era la pulserita a la que se sometía a una fatigosa maratón de experiencias, sin separarse ni un sólo instante del héroe de todas las aventuras y desventuras, en no pocas ocasiones actuando incluso como su única prenda. Algo atroz para una pulserita que, sin duda, ignoraba lo que simbolizaba.

Después de los siete días de rigor el gordito podría regresar a su ciudad de origen sin desprenderse de la pulserita, por pura inercia o por incapacidad de aceptar que las vacaciones habían terminado. Regresaría a su antigua vida con el ligero adorno en la muñeca. Una forma de integrar en su atuendo un verano memorable, espantoso o anodino, qué más da. Al tiempo la propia pulserita se deshilacharía por sí misma y daría con sus fibras en cualquier acera de una ciudad sin más. Las manos de algún niño observador o la mandíbula de un perro. También podría, el gordito, desprenderse de la pulserita en el mismo hotel, antes de abandonar la habitación y dejarla sobre la mesilla de noche, en señal de leve protesta contra una publicidad no engañosa, pero quizás sí exagerada. En ese caso, la pulserita, se reuniría con otras tantas pulseras rotas por la mitad, en un contenedor donde poner en común sus vidas breves. Finalmente todas acabarían apelotonadas en un vertedero, desprendiendo metano, o en una planta de reciclaje de plásticos, según el país en que se encuentren.

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